domingo, 24 de agosto de 2025

Blogfesiones: Las mentiras de Lulù

    
En esta oportunidad quiero compartirte una historia que nació de un sueño. Muchos de mis relatos vienen así: a veces de un sueño raro, otras de algo que leo en internet, y otras simplemente de una idea que se me mete en la cabeza y no me suelta hasta que la escribo. Esta vez es un relato sobre la validación externa, sobre esas personas que sienten la necesidad de inventarse o adornar experiencias para quedar mejor frente a los demás. ¿Alguna vez conociste a alguien que miente o modifica la verdad constantemente para inflar su vida? Pues este cuento va de ese tipo de personas.

Aquí en España les llaman “bienquedas”, pero en mi país tenemos una palabra más sabrosa: “jala bola”. Y es que allá no está bien visto andar quedando bien con todo el mundo. Mi mamá tenía una frase perfecta para describirlo: “Les gusta quedar bien con Dios y con el Diablo”. Esta es la historia de Lulú. Una mujer que, más que vivir su vida, aprendió a narrarla como si fuera un mito. ¡Espero que lo disfrutes!

¡Nos leemos en el próximo post!😉

Las mentiras de Lulù

Lucrezia tenía 24 años cuando decidió abandonar su vida en Roma porque la presión fue demasiada. Sus padres y amigos la llamaban Lulù de cariño, y a ella le gustaba tanto ese apodo que lo adoptó como tarjeta de presentación: “encantada, soy Lulù”. Sonaba más ligero, más cosmopolita, menos de pueblo. Porque, en realidad, Lulù era de Putignano, un pequeño pueblo del sur de Italia, de clase trabajadora, donde todo el mundo se conocía y la vida no tenía nada de glamurosa.

Estudió Publicidad y Mercadeo en la ciudad de Bari, con la mirada puesta siempre en Roma. Desde que empezó la carrera soñaba con ese momento: llegar a la capital, abrirse paso y destacar. Estaba convencida de que, si se esforzaba lo suficiente, acabaría construyendo una vida estilo Sex and the City, la vida de ciudad con la que tanto había fantaseado desde su pueblo modesto. Siempre pensó que destacaría, porque ¿qué otra cosa podía pasarle a Lulú, si no ser la protagonista de su propia película? En su mente, Roma significaba escapar de las calles polvorientas de Putignano para convertirse en una profesional importante, sofisticada, alguien de quien se hablara con respeto.

Al llegar, alquiló un piso compartido con otra chica. Sus padres, orgullosos, la ayudaron a instalarse y le dieron recursos para que no pasara apuros durante los primeros meses. Pero Lulú no los necesitó tanto: ella siempre había sido disciplinada, de buenas notas y mucho orden. Apenas dos semanas después ya tenía trabajo en una gran multinacional. No era exactamente la directora creativa que había soñado, claro, pero asistente junior sonaba lo bastante elegante para contar la historia en Putignano.

Lulù estaba muy emocionada con su nuevo trabajo. Estaba convencida de que era el comienzo de una carrera llena de éxitos y logros, así que no tardó en contárselo a todo Putignano: había entrado en una multinacional muy importante, decía, como si la hubieran fichado para dirigir campañas internacionales. Estaba orgullosa de haber sido elegida entre varios candidatos, y en su relato no faltaban guiños de glamour. Pero la realidad era menos brillante. Su puesto era, en esencia, el de una secretaria disfrazada con un título elegante. No podía aportar las ideas que quería y mucho menos modificar las que proponían los creativos. Sí, a veces le pedían que mostrara algún modelo o bosquejo, y ella siempre se esmeraba en presentarlo. Pero sus propuestas eran rápidamente descartadas: parecían folletos escolares al lado de las campañas millonarias. Carecían de chispa, de magnetismo, de impacto. Esa fue la primera vez que Lulú se dio cuenta de que estudiar no bastaba. A ella le hacía falta algo que no se aprende en la universidad: creatividad y buen gusto.

Todos los esquemas e ideas que presentaba eran correctos, sí. Estructurados, también. Pero carecían de alma. No había magia ni enganche. A pesar de eso, en su oficina estaban muy contentos con ella: no se quejaba de las tareas aburridas, era muy buena organizando todo en la oficina y siempre era puntual y educada. No era una creativa que aportara ideas, pero sí que ayudaba a ejecutarlas y a darles estructura. Ese, y no otro, era su verdadero don.

Lulù, además de ser publicista, tenía otra pasión que había cultivado mucho antes de entrar en la universidad: la danza. De adolescente se había inscrito en una academia de Noci, un pueblo cercano, donde estudió durante tres años distintas ramas: contemporánea, clásica, flamenco y hasta un poco de ballet. Le encantaba el baile, pero su familia la convenció de que esa carrera era demasiado incierta. “Puedes hacer otra cosa más estable y seguir bailando en tu tiempo libre”, le decían. Y eso hizo, a rajatabla. Después de trabajar, solía escaparse a una academia en Roma y quedarse hasta tarde ensayando coreografías. A esas horas, la única compañía que tenía era la señora de la limpieza.

Un día, tras un fracaso especialmente doloroso en la oficina (habían descartado una idea que ella consideraba perfecta), Lulù decidió desahogarse bailando. Esa tarde la rabia y la frustración la empujaron a moverse con más intensidad que nunca. Sintió que el sudor, la música y los giros eran una manera de gritar lo que no podía expresar en su trabajo.

Pero la realidad seguía persiguiéndola como un espejo incómodo. Lulù era una chica con sobrepeso, y eso había marcado su autoestima desde siempre. A pesar de vivir en Roma y trabajar en una oficina elegante, seguía teniendo el aire de una chica de pueblo: el mal gusto en la ropa, la manera patosa de moverse, el poco interés en arreglarse. Mientras que sus compañeras de oficina lucían impecables, con sus trajes ajustados y tacones corporativos, ella sentía que jamás encajaría. Esa diferencia la desgarraba por dentro, y al mismo tiempo la empujaba a soñar con que, quizá, el baile podría darle la validación que en la publicidad no encontraba. 

Bailar, entonces, se convirtió en su escape perfecto. Cada noche se desahogaba, se perdía en sus movimientos. Lulù, gracias a su formación en danza, tenía buena técnica, pero su magnetismo dependía siempre de cómo se sentía. Esa noche, cargada de frustración, su baile fue especialmente intenso, casi hipnótico. La señora de la limpieza, que solía verla ensayar desde un rincón, se detuvo unos segundos y, conmovida, le dijo una frase que cambiaría la vida de Lulú para siempre: 

—Niña, siempre eres la última en marcharte. Te olvidas de todo cuando bailas. Creo que has nacido para esto.

Lo que para la señora fue un cumplido inocente, Lulù lo tomó como una revelación. Una señal del destino. Una verdad absoluta que justificaría todo lo que vendría después.

Esa noche, al volver a casa, no pudo dormir. Pensaba una y otra vez que, quizá, ella sí podría bailar de verdad. Quizá podría dedicarse a su pasión. Alguna vez se lo había planteado, pero siempre había sido realista: “soy buena, sí, pero me falta algo”, se repetía. En las presentaciones de la academia jamás le dieron un solo; siempre quedaba en el grupo. Sus notas, aunque correctas en técnica, nunca le abrieron puertas a un patrocinador ni a academias más prestigiosas. Era buena, sí, pero no impactante.

Sin embargo, algo había cambiado. Su hermano Matteo acababa de graduarse de bachiller y había elegido estudiar pintura. Contra la persuasión constante de sus padres, decidió ser fiel a sí mismo y seguir el arte. Sabía que lo más probable era acabar dando clases, pero no le importaba: su sueño era simplemente pintar, y la carrera le daría herramientas, registros y tiempo para hacerlo. En casa de Lulú aquello fue una revolución: ningún familiar se había atrevido antes a dar un paso tan arriesgado.

Eso la inspiró tanto que decidió hacer lo mismo. Si Matteo se atrevía a estudiar pintura, ella podía atreverse con la danza (si, también había una competencia silenciosa de ella hacía su hermano menor). Al fin y al cabo, ya tenía la señal de la señora de la limpieza. Y así, con un aire de heroína, Lulù anunció que dejaba Roma y volvería a su pueblo para terminar los estudios superiores de Danza.

Dejó pasar unos dos meses. Las clases comenzaban en septiembre y era junio cuando escuchó aquella frase que ella consideró destino. Pensó que así tendría tiempo de juntar algo de dinero extra en su trabajo antes de dar el salto. Claro que en todo ese tiempo siguió intentando destacar en la oficina, pero la validación que esperaba (un reconocimiento, un aplauso por alguna idea innovadora) nunca llegaba.

Comenzó entonces a fantasear con cómo sería su vida si se dedicaba a la danza. Sabía que tenía limitaciones corporales, pero se repetía una y otra vez que, si se esforzaba más, podría superar cualquier obstáculo. Que lo único que necesitaba era una oportunidad. Que sí era buena. Que sí destacaba en algo. Y con cada noche de insomnio, esa idea crecía más y más, hasta convertirse en la única verdad que Lulù estaba dispuesta a creer.

Un mes antes de dar el salto, Lulù le contó a su jefe que dejaría la oficina para volver a su pueblo y cambiar de carrera. La noticia lo dejó atónito: no podía creer que alguien renunciara así a un trabajo estable en la capital. Sabía que el mundo corporativo era competitivo y agotador, pero también valoraba mucho lo que Lulù aportaba: orden, organización y la ejecución impecable de las ideas del resto. Por eso intentó retenerla ofreciéndole un bono extra en su sueldo. No porque fuera brillante o creativa (sabía bien que no lo era) sino porque reemplazar a alguien tan eficiente, puntual y dócil sería más difícil de lo que parecía.

Sin embargo, Lulù no estaba allí por el dinero, sino por la validación. Aunque era consciente de que valoraban su talento para organizar y ejecutar ideas, lo que ella quería era destacar como creativa. Pero, por más que lo intentara, sus ideas nunca gustaban a nadie. Sabía que jamás recibiría reconocimiento como publicista, solo como secretaria. Así que, a pesar del bono, Lulù rechazó amablemente la oferta. Su jefe, resignado, le deseó suerte y una buena vida.

Pero había un problema: Lulù no quería volver a Putignano como una fracasada que no pudo con la vida ajetreada de Roma. Ella necesitaba regresar como una heroína, como una mujer inspiradora. Y ahí nació su gran historia. Infló la anécdota del bono hasta convertirla en un gesto épico: un cheque en blanco. A partir de entonces, vendió su etapa en Roma como un mito fundacional. Una película donde ella era la protagonista valiente que perseguía su sueño a pesar de tener un futuro prometedor en la gran ciudad. A todo su círculo le contó lo mismo: que supuestamente le habían ofrecido un cheque en blanco para que no se fuera, pero que ella, fiel a sí misma, había decidido renunciar a esa gran oferta para seguir su verdadera pasión: la danza.

Esto a pesar de que era un cuento inverosímil: ¿quién le ofrecería un cheque en blanco a una recién graduada, con apenas seis meses en la empresa, sin proyectos grandes, sin ideas innovadoras, sin cartera de clientes...? Pero claro, su modesto pueblo no pondría en duda las palabras de la buena Lulù. Esa que siempre se había esforzado tanto en todo lo que hacía. Su familia, sus amigos y sus vecinos no tenían motivo para desconfiar de ella. ¿Qué necesidad tendría una chica profesional de contar una historia sacada de una comedia romántica de bajo presupuesto?

Al volver a Putignano, Lulù se inscribió en una academia de danza superior en Lecce, a un par de horas en tren. Sabía que sería un pateo, pero se repetía que lo haría solo mientras juntaba dinero para comprarse un coche. Cada día debía coger primero un tren a Bari y después otro a Lecce: dos horas y media de ida y otras tantas de vuelta. Para cuando llegaba el fin de semana estaba tan agotada que su plan favorito era ver películas románticas con su padre. Le gustaba dar paseos y salir con amigas, pero no siempre encontraba la energía.

La academia de Lecce era otro nivel comparada con aquella donde había empezado en Noci. Las clases eran duras, los profesores estrictos, y algunos demasiado crueles. Más de una profesora le soltó en la cara que era gorda y patosa, que nunca llegaría lejos en la danza. Aquellas palabras le quebraban la autoestima una y otra vez. Y por eso, cuando entró en la academia, no lo hizo como bailarina intérprete, sino por la rama de pedagogía. Era la única opción que tenía, limitada tanto por los años que había pasado sin bailar (dedicada a estudiar publicidad), como por su edad. Ya no era una chiquilla de 19 o 20; ahora era una mujer de 24 años, con limitaciones. Así que se resignó. En el fondo sabía que nunca sería la estrella que soñaba, que su destino sería enseñar a otros lo que ella nunca lograría en un escenario.

Pero Lulù no se rindió. Había logrado hacerse un grupete de amigos que hacían todo más sencillo. Había mucha competencia, sí, pero Lulù nunca representaba una amenaza real. Ella era la que lo hacía bien pero no eclipsaba a nadie. No porque no quisiera (pues tenía una sed insaciable de validación externa) sino porque lo disfrazaba con frases positivas, sonrisas y silencios. Daba lo mejor de sí, pero nunca era suficiente. En su interior ardía la ambición de ser protagonista, pero hacia afuera se conformaba con ser la extra sonriente que hacía que los demás lucieran mejor. Una acompañante correcta, pero predecible. 

Aunque claro, al tener problemas de autoestima, Lulù solía mostrar actitudes falsas con las compañeras más guapas, aquellas que además destacaban más que ella. En más de una ocasión dejaba caer comentarios sarcásticos en redes sobre las chicas que se operaban el pecho, llamándolas superficiales o tontas, como si eso la colocara en un plano moral más alto. También proclamaba a viva voz que defendía “la naturalidad de la mujer”, como si con eso se blindara frente a sus propias inseguridades. Pero el contraste era evidente: ya se había teñido de rubio (cuando en realidad era castaña), e incluso llegó a repetir que “el mundo es de las rubias”, apropiándose de una etiqueta que no le pertenecía. 

También dejó perlas despectivas sobre otras mujeres, como aquella frase en la que aseguraba que “el yoga no se hizo para la mujer latina”. Comentarios que, más que demostrar sabiduría o espiritualidad, revelaban un prejuicio clasista y un resentimiento mal disimulado.Y lo más llamativo es que no eran comentarios de una chiquilla inmadura. Lulù ya había vivido sola en Roma, ya tenía el bagaje de haberse independizado, de haberse enfrentado al mundo adulto. Con 26 años y dos carreras a cuestas, se suponía que tenía la madurez para medir sus palabras. Sin embargo, seguía dejando caer frases despectivas en redes como si aún estuviera en el patio del colegio.

Era su manera de justificar que, aunque no pudiera competir en atractivo, ella tenía “lo otro”: el esfuerzo, el estudio, la disciplina. Pero en la práctica esa pose no la hacía menos insegura. Era una bienqueda de manual: sonriente en público, resentida en privado. Lo más irónico de todo es que, apenas tres años después de haber escrito esas críticas, Lulù terminó pasando por quirófano para operarse el pecho. La proclamada “naturalidad” quedó enterrada, igual que su castaño natural, disfrazado bajo un rubio de bote con el que intentaba convencerse de que la etiqueta de “superioridad rubia” también podía comprarse en la peluquería.

Pero claro, sus amigos no fueron su única motivación. Como cada día tenía que coger el tren en Bari para llegar a Lecce, empezó a reconocer a las mismas personas en la ruta. Entre ellas, todas las mañanas veía a un chico más joven que ella que le llamaba la atención. Lulù nunca se había sentido atractiva; no solo por su sobrepeso, sino también porque no tenía una belleza física favorecedora. Sus rasgos eran duros: una nariz grande, dientes ligeramente amarillos y unos ojos un poco hundidos. Había tenido algún que otro roce en la capital, pero siempre con la sensación de que no la tomaban en serio. En el fondo, se sentía fea y rechazada.

El chico cogía el tren desde Bari con ella y se bajaban igualmente en Lecce. Al llegar, un pequeño transporte los llevaba hasta la academia. Lucca, al igual que ella, estudiaba danza profesional. Pero él era distinto: tenía una facilidad y un magnetismo innato. Cuando veías a Lucca bailar, te hipnotizaba. Comenzaron a coincidir en clases, paradas y grupos en común y, entre risas, ensayos y una noche de copas descontrolada, poco a poco se fueron haciendo más íntimos. Lucca, que vivía en el pueblo vecino de Noci, empezó a frecuentar a Lulù: era la única capaz de pasar horas hablando de danza con él, sin cansarse nunca.

Lulù lo impresionó con su historia fantástica sobre el cheque en blanco. Y, así como a él, a todos en la academia les contó el mismo cuento. ¿Por qué? Porque ella era la mayor de la clase. Ya había pasado por una carrera y esta era su segunda apuesta. Estaba rodeada de chicos que apenas tenían 19 o 20 años (como Lucca, que tenía 20 cuando la conoció) y ella, con 24, se sentía fuera de lugar, un poco mayor. Para vestir su pasado de inspirador y presentarse como alguien que había “renunciado al éxito por amor al baile”, comenzó a repetir una y otra vez su historia del cheque en blanco. Era su credencial, su manera de no parecer rezagada, sino excepcional.

Al final, Lucca pasaría a convertirse en el protagonista oficial de la historia de Lulù. Se hicieron novios en la academia y siempre se les veía juntos en los mismos círculos. Para ella, esa relación fue la confirmación de que su decisión había sido la correcta. Con el tiempo se graduaron y ambos formaron parte de un grupo de baile en el pueblo. Sin embargo, no todo era color de rosa. La primera salida laboral de la danza para Lulù fue dar clases. ¿Por qué? Porque sabía que, si volvía a jugársela e irse otra vez del pueblo a probar suerte, ya no podría regresar con la misma excusa de la “vocación verdadera”. Esta vez ya no habría multinacional ni cheque en blanco a los que culpar. Esta vez sería ella. Y aunque intentaba venderlo como un camino natural, en realidad odiaba la docencia: para Lulù enseñar nunca fue una pasión, sino un consuelo forzado frente a lo que no había logrado en el escenario. Se esforzaba para disimularlo, pero enseñar era más una obligación que una vocación.

Años después, ya graduada y con la rutina de dar clases instalada en su vida, la invitaron a una entrevista en la rivista della Casa della Cultura di Noci. Allí, entre preguntas sobre sus inicios y sus sueños, volvió a sacar su vieja historia del cheque en blanco. Contó que, recién graduada, estaba viviendo el sueño. Se describió como una chica joven, independiente, con un futuro prometedor en publicidad que había renunciado a todo por perseguir su sueño de ser bailarina. Todo, según ella, por el comentario inocente de una señora de limpieza. Lo narró con la misma solemnidad de siempre, como si fuera el punto más alto de su biografía. ¿Y por qué? Porque ya la había repetido tantas veces que no podía dejarla fuera. Se había encargado, prácticamente, de presentarse ante todos con esa anécdota inflada. Quien conocía a Lulù, conocía la historia del cheque en blanco.

Aseguró (con una convicción casi enternecedora) que enseñar era una de sus grandes pasiones, como si hubiese encontrado en la docencia su verdadera vocación. Pero quienes la conocían sabían que esa entrega era más pose que sentimiento. En la intimidad se desmentía a sí misma: delante de sus amigos, de su novio e incluso de sus suegros repetía con frustración frases como “odio dar clases”, “malditos chiquillos” o “los detesto”. Aquello se convirtió en un estribillo habitual, una verdad incómoda que revelaba que, para ella, enseñar nunca fue una pasión, sino la consecuencia amarga de no haber logrado brillar en un escenario.

También habló de Lucca, su compañero de danza, como parte de aquella narrativa heroica. En la entrevista los presentó como pareja artística, casi destinada. Pero hasta ese detalle sonaba más a guión ensayado que a verdad vivida. Lo vendía como la relación perfecta: encuentros en la parada de metro, clases y ensayos compartidos. Como si aquella relación validara su renuncia a Roma, como si fuera la recompensa por haber seguido su sueño. La realidad, sin embargo, era otra: entre ellos había más de colegas y amigos que de pareja real. Pero claro, en la entrevista todo sonaba bonito y adornado.

Con el tiempo, además, Lulù sí tuvo la oportunidad de demostrar esas supuestas dotes creativas de las que hablaba, las mismas que justificaban su mito fundacional. Participó en proyectos con su pareja de danza y en pequeñas iniciativas culturales del pueblo. Era el momento ideal para probar que aquel “cheque en blanco” había tenido algún sentido. Pero sus resultados nunca concordaban con la épica que ella narraba: eran correctos, sí, pero planos, sin chispa ni enganche. Los carteles que diseñaba parecían trabajos de instituto: fotos improvisadas, tipografías genéricas y frases de catálogo como “en estado puro”. No había branding, no había concepto. Solo ella vendiéndose con la imagen que tenía a mano y unas letras hechas en Word. Una vez más, su relato sonaba mucho más interesante que su trabajo real.

Una lectora casual de la rivista della Casa della Cultura di Noci encontró la entrevista un sábado por la mañana. La hojeó entre un café y un cigarrillo. Al llegar a la parte del cheque en blanco, la lectora sonrió incrédula; pero lo que realmente la hizo soltar una carcajada fue descubrir que toda aquella épica se apoyaba en el comentario inocente de una señora de limpieza. ¿Ese era el gran mito de Lulù? Una ocurrencia casual convertida en profecía. 

No necesitó más de un par de párrafos para entender que lo que Lulù contaba era un cuento adornado hasta el exceso. ¿Un cheque en blanco a una recién graduada, sin trayectoria ni proyectos propios? Pensó, con cierta ironía, que en esa revista entrevistaban a cualquiera que supiera contar una buena historia. Pasó la página con indiferencia, y en ese gesto se desmoronó lo que para Lulù había sido un mito heroico: reducido a lo que siempre fue, una anécdota inflada que nadie fuera de su círculo estaba dispuesto a creer. Y quizás ese fue el verdadero destino de Lulù: ser un pie de página en la vida de los demás.

Al final, el famoso “cheque en blanco” fue más que una anécdota inventada: fue la coraza con la que Lulù tapó sus inseguridades. Era la forma de no volver como fracasada, de darle sentido a su huida de Roma y de diferenciarse en un aula llena de chicos más jóvenes y talentosos. Con ese relato convertía su derrota en un gesto heroico. Lo repitió tantas veces que terminó creyéndoselo, hasta quedar atrapada en su propio mito.

Y sí, todos hemos dicho o hecho cosas de las que hoy nos arrepentimos. Es humano. La diferencia está en cómo las enfrentamos: algunos prefieren maquillarlas, reescribir el pasado y actuar como si nunca hubiesen existido. Pero para sanar de verdad no se debe caer en la negación, sino en el reconocimiento. En asumir los errores, pedir perdón si hace falta y aprender de ellos. Solo desde ahí nace una versión más honesta de nosotras mismas; todo lo demás es puro disfraz, una máscara que tarde o temprano se resquebraja.


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