Hace unos meses, me inspiré de la manera más inesperada… con una canción. En mi trabajo suelen poner música variada, actual pero siempre muy pop. Esta canción la escuché varias veces antes de buscarla y descargarla en mi teléfono. Pero fue entonces cuando algo cambió: al escucharla con atención, empecé a sentirme extraña.
Había algo en ella que se conectaba directamente con una parte de mí, esa que ha sido lastimada en el pasado. Me llevó a mi propio dolor y sufrimiento, pero más que hacerme daño (que sí, estuve unos días con un bajón importante), me ayudó a procesarlo y soltarlo de una manera artística y hermosa.
Este relato nació de esos sentimientos, de ese dolor. Es ficción, pero las emociones que describo te resultarán familiares, porque el dolor es una emoción universal. Y, por si te lo estabas preguntando, la canción en cuestión es The Door, de Teddy Swims. Un pop/rock moderno que me cautivó desde el primer día, pero lo que más me impactó fue su letra. Aunque ya no me encuentro en ese lugar, explorarlo y transformarlo en arte fue una experiencia maravillosa.
Se supone que esta sección se publica los domingos, pero esta semana ando un poquito (bastante) ocupada, pero por suerte este relato lo tenía escrito desde hace meses, así que me salvó la vida. La próxima semana retomaremos los temas de sexología que tanto nos gustan. Espero que tengas una linda semana y, si este relato te ha gustado, cométame en la caja de comentarios si te gustaría una continuación.
¡Nos leemos en el próximo post!😉
Mis días sin ti…
Miré mi teléfono esperando un mensaje suyo. Pero no había ninguno.
-Hace una semana que no sé de él- dije en voz alta, como si al verbalizarlo pudiera deshacer el peso de esa verdad. Otra lágrima cayó. Miré la hora y me preparé para salir.
La ciudad, grande y fría, parecía reflejar mi vacío. Recordé cómo solíamos caminar por esas mismas calles, su risa resonando en el aire fresco del otoño. Ahora, solo quedaba el eco de mi silencio. Respiré profundamente, intentando no perder la compostura, queriendo llorar todo el camino.
Llegué al trabajo sin complicaciones y me prepararé para mi jornada.
-Soy experta fingiendo que todo está bien- pensé mientras me miraba en el espejo del baño del trabajo. Sonreí ante mi reflejo, como si eso fuera suficiente para engañar a los demás. Luego, comencé a trabajar.
Era camarera en un restaurante del barrio de Salamanca. Todo en ese lugar era pintoresco, elegante, y atraía a los clientes que apreciaban un buen tardeo en las terrazas.
El día pasó sin incidentes. Al colgar el delantal y salir por la puerta trasera, el aire frío me golpeó, arrancándome un suspiro. Era como si Madrid quisiera recordarme que, por más que lo intentara, él seguía ahí, en cada rincón de mi mente. Encendí un cigarrillo, buscando algo que calmara mis nervios. La ciudad seguía ruidosa, pero para mí solo existía el silencio. Me despedí de todos y caminé hacia el metro.
No pude evitar buscarlo en las redes mientras esperaba el tren. Su sonrisa era cálida y confiada, pero no reflejaba lo que realmente sentía. Esa sonrisa que me había conquistado el primer día en aquel bar. Pero nunca supe qué hombre se escondía detrás.
El tren llegó tarde, y aunque odiaba esperar, me permitió terminar de fumar, sintiendo cómo el humo se mezclaba con el aire frío del andén, ese pequeño consuelo en un mundo que parecía haberse detenido.
-¿Hasta cuando seguiré sintiendo esta desesperación y ansiedad en mi interior?- Me preguntaba, sin encontrar respuesta. ¿Por qué no me busca? ¿Por qué tengo que sentir esto? Sé que debería odiarlo, debería borrarlo de mi mente, pero cada vez que lo intento, aparece con más fuerza. Su ausencia es una sombra que no me deja respirar. Siempre me decía que todo estaría bien, pero sus promesas se desmoronaban como las hojas que caen en otoño. Yo quería creerle. Él quería irse.
Al bajarme del tren y caminar hacia mi casa sentía la brisa fresca del otoño. Hacían 10 grados y parecía que mi tristeza se intensificaba con el frío. El vacío me envolvía. Solo quería llegar a casa y llorar en paz.
Los recuerdos invadían mis pensamientos. Pensar en él no era una opción; era un hábito que mi mente no podía abandonar. Mi vida desde su partida se había convertido en una rutina tortuosa que me sumía en ansiedad y agobio. Cada vez que cerraba los ojos solo podía ver su silueta, oír su voz diciendo mi nombre. Como un eco que no se apagaba, que se aferraba a mis noches como el viento al otoño. Pero, ¿Cómo deshacerme de esos recuerdos? No después de tantas cosas hermosas vividas, no después de todas las risas y las miradas profundas. Los besos fueron muchos, pero nunca suficientes. Tal vez porque el amor nunca lo fue.
Cada rincón de mi ser lo extrañaba con una fuerza insoportable, y aunque sentía que cada lágrima que caía no se las merecía, era imposible detenerlas. Me sentía una víctima de sus recuerdos, prisionera de su cuerpo, adicta a necesitarlo, a desearlo, a amarlo... Como si cada pensamiento suyo fuera un vicio al que no podía renunciar, una adicción que ya no sabía cómo controlar.
Al entrar a casa, una sensación de vacío me envolvió de inmediato. El lugar que alguna vez había sido nuestro, ahora parecía un espacio ajeno. Recorrí las habitaciones con la mirada, buscando, quizás, algún vestigio de lo que fuimos. Teníamos tantos planes, tantas ilusiones, tantas ganas de compartir nuestra vida. Pero ahora todo lo que quedaba era un recuerdo doloroso, afilado como un cuchillo.
En el fondo, sabía que algo no estaba bien. Nuestra historia siempre había sido una montaña rusa, llena de idas y venidas, de promesas rotas y palabras que nunca fueron suficientes. El fracaso estaba destinado, lo sabía. ¿Por qué aferrarme a un amor que no era correspondido? ¿Por qué seguir deseando lo que me hacía daño? Me preguntaba si alguna vez lo había tenido realmente, o si todo había sido un espejismo. ¿Por qué me había vuelto adicta a un amor que no existía más que en mi cabeza? Todas esas preguntas me perseguían, como sombras que no me dejaban en paz.
Me quité la ropa y, sin pensarlo mucho, me quedé desnuda en mi cama. Las lágrimas seguían cayendo, como si no pudieran parar. Cada una de ellas me quemaba la piel, como si el dolor estuviera literalmente atravesándome. Sentía un nudo en el pecho, y el dolor se hizo tan profundo que me costaba respirar. Cada bocanada de aire parecía insuficiente, como si me estuviera ahogando en mi propia angustia. Después de llorar un poco más, agotada, me dejé vencer por el sueño.
Desperté a las 2 a.m. El frío me caló los huesos, y el hambre me recorrió el estómago, pero no tenía ganas de comer. Mi apetito había desaparecido, junto con mi voluntad. No deseaba ni mis comidas favoritas. Todo en esta casa me recordaba a él, a la vida que teníamos, a los momentos que ya no existían. Me levanté de la cama, me puse una pijama cálida, como un refugio contra el vacío que sentía en mi interior, y me fui a preparar un cereal. Encendí la tele, pero lo único que buscaba era algo que me sacara del letargo emocional en el que me encontraba. Pero no encontré nada. Dejé un canal de música de fondo, esperando que el ruido me ayudara a ahogar mis propios pensamientos. Pero no hubo escape.
Al terminar de comer, me metí de nuevo en la cama, con la sensación de que nada me iba a devolver lo perdido. Sin pensarlo, tomé mi celular, y fue ahí cuando lo vi. Apareció en mi feed de Instagram tan fácil, tan directo. Él, en el mismo bar donde nos conocimos, sonriendo con una cerveza en la mano, sin una sombra de arrepentimiento, ni de dolor.
-Al menos alguien ha logrado seguir con su vida- dije en voz alta, con las palabras saliendo como un suspiro de frustración, mientras el peso de la tristeza volvía a hundirme en la cama.
Cuando nos conocimos, yo era nueva en la ciudad. El bar fue uno de los primeros trabajos que tuve al llegar a Madrid. En ese entonces, venía llena de ilusiones y expectativas. Sentía una soledad abrumadora, como si todo lo que conocía quedara a miles de kilómetros de distancia. Había dejado mi vida atrás para perseguir el sueño de ser actriz. Suena casi a cliché, ¿verdad? Mi vida social apenas comenzaba a armarse cuando lo conocí. Solo llevaba seis meses en esta ciudad cuando lo vi por primera vez.
Estaba sentada en una de las mesas del fondo del bar donde solía trabajar, cuando lo vi entrar. Una de mis compañeras, Daniela, se dio cuenta inmediatamente de cómo lo miré y, con una sonrisa cómplice, me advirtió:
-¡Ni lo pienses! ¡A Luno le gusta jugar con todas! Nunca quiere nada serio con ninguna.
-No lo estaba mirando a él. -le mentí, aunque sabía que no era cierto. Claro que lo vi. No tenía una belleza típica, pero había algo en él que era imposible no notar: su actitud. Esa confianza que irradiaba lo hacía destacar entre la multitud. Cuando entró, algo en el aire cambió. Su sonrisa, cálida y descarada, me cautivó al instante.
-¡Claro que lo viste! No salgas con él.-
Esas palabras volvieron a mí como un rayo. Mi compañera me lo advirtió y yo no la escuché. Si tan solo la hubiera escuchado...
-Cuánta razón tenías, Daniela.. -susurré, mientras las lágrimas caían nuevamente. Mi pecho se apretó, recordando cómo, en su momento, decidí ignorar su consejo.
Comencé a mirar sus interacciones, y ahí estaban. Todas ellas, una tras otra, llenas de elogios, diciéndole lo guapo que era, lo mucho que querían verlo. Fue ahí donde todo empezó a desmoronarse. Le encantaba estar rodeado de mujeres, y no dejaba que nada se interpusiera cuando decidía ir tras una nueva. No pude evitar recordar todas las veces que me sentí como una más en su lista de conquistas, algo que siempre me rondaba en la cabeza.
¿Por qué quiso ser diferente conmigo, para luego destruir lo que habíamos construido? Siempre fue tan cariñoso con las mujeres pero, al mismo tiempo, distante y frío, y, con el tiempo, eso fue lo que más me desalentó. Conmigo era distinto. Me hacía sentir especial, única… aunque, en realidad, nunca lo fui. Los regalos, los elogios, fueron una cálida bienvenida cuando llegué a la ciudad. Me sentía tan sola que no supe a quién estaba eligiendo para buscar compañía.
Recuerdo todas las veces que bailamos juntos, las comidas en casa de sus padres, los recuerdos de los viajes, e incluso las fotos que compartíamos. Todo eso me hacía sentir única, como si no lo compartiera con cualquiera. Pero, ¿realmente era así? ¿Tuvo alguna vez la intención de hacerme sentir especial? Pensé que con sus detalles quería acercarse a mí, pero no fueron más que redes para atraparme en su red de desamor.
No pude evitar entrar a su perfil. Cada foto que veía traía consigo un recuerdo, como si los momentos que compartimos estuvieran atrapados ahí, esperando a volver a mí. Los paisajes, las salidas con amigos (donde yo solía estar), y esa sonrisa… Esa maldita sonrisa. Tan cálida, tan atrevida. Cada vez que la veía, me derretía. Movía cielo y tierra solo por verla en su rostro, como si esa risa fuera mi recompensa, su declaración de amor inequívoca hacía mí. Que equivocada estaba.

Wao saludos desde Venezuela
ResponderBorrarSaludos desde mi casa!! hehehehe Muchas gracias por leerme❤❤❤
BorrarOuf! Siento que leí un libro completo de Corin Tellado! Que dolor 🥹
ResponderBorrarNunca me habían dicho algo tan lindo en mi vida🥹🥹 ¡Ya quisiera yo escribir escribir como esa genia!!! Pero muchas gracias por ese lindo comentario❤❤ Me motiva mucho cuando lo que escribo logra conectar✨ Un saludo guapa!❤
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